El silencio maléfico
- Santiago Rodríguez
- Jan 16, 2021
- 8 min read
Updated: Feb 11, 2021
Definir la esencia de una literatura es un trabajo complejo y extraño. Mas es mayor la labor definitoria a partir de aquellos destellos que esboza la idea de territorio, cultura, lengua y gobierno. ¿Cómo poder encontrar la mexicanidad en la lírica de una nación tan joven y de historia tan volátil, siempre entre guerras, crisis y transformaciones? Ya Paz intentaba definir a lo mexicano, ya Samuel Ramos hizo lo propio. Cuesta nunca dejó de criticar a las posturas segmentarias que buscaban encontrar el detalle irredento que nos distinga entre unos y otros, entre México y el mundo. Xavier Villaurrutia ya buscaba estos ecos, pero no de la forma miope y cientificista de apartar a un elemento del cuerpo y, así, pasarlo a la mesa de disección. Villaurrutia lo pensó de otra forma: la evolución histórica de las letras unidas por sentimientos y emociones, quizá no estilos, pero sí silencios. Comprendió lo que tanta falta hace para el estudio de las humanidades: la causa no es solo una, son muchas, y nos hablan con el paso del viento de fronda. Villaurrutia escribe: “La poesía lírica mexicana es una meditación escrita con un lápiz muy fino”, y pareciera que esta opinión se vuelve afirmación tallada en piedra para trastocar al estudio de la lírica.
Partir del corpus para generar aseveraciones en un mecanismo fiable, pero Villaurrutia -que seguramente tuvo un gran corpus para asegurarlo- nos provoca y nos instiga al ojo vigilante: de lo que afirma pasamos a comparar con nuestro corpus, nuestra colección íntima de versos de lectores insomnes de poesía, y nos sorprendemos de la verosimilitud de las palabras. Desde Terrazas hasta Paz, la poesía mexicana gozará de características propias -Villaurrutia las enlista: soledad, aristocrática, la negación a ser parte de lo popular, ser íntima y confesional, meditativa, de gris perla y crepuscular-, pero siempre silenciosa, susurrante: la poesía mexicana se torna en un jardín de aves exóticas y nictálopes.
Estos vacíos con pausas, que van más allá de las cesuras métricas de la estructura del verso, son marcadas características de este universo polirrítmico y polifónico de nuestra poesía nacional. Villaurrutia decía que “el mexicano, si no sabe hablar muy bien, sabe en cambio callar de manera excelente”. Y eso ya dice muchísimo. El pensador estadounidense Hayden White en su libro El contenido de la forma, ya se preguntaba acerca de esos vacíos en la narración histórica, ¿por qué no se cuenta lo que se disfruta? Se narran inundaciones, guerras, pestes o hambrunas; fiestas patronales, coronaciones y victorias que solo serán festejos estertóreos del provenir histórico. Si nos apegamos a esta lógica, México tendría mucho que contar y quizá por ello carecemos de una poesía épica convencional: nos apegamos a lo íntimo, que es el mejor lienzo para decir lo que ocurre en todo nuestro contexto, es el silencio de la Historia: no se narra lo que no se llora.
Fue hasta principios del Siglo XX donde la literatura bélica deja de ser heroica y se vuelve desgarradora. Será, acaso, que la guerra evoluciona. Se suprime la idea del conflicto internacional y comienza a imperar la lucha por la supremacía ideológica, entre hermanos y bestias, para conseguir eso que tanto se anhela, un poder absoluto para hacer absolutamente nada. Pero en México, esa condición de beligerancia civil convulsiona a los primeros años de su vida independiente, y es hasta el derrocamiento de la revolución maderista en 1913 que por primera vez se experimenta el caos de la guerra sin rumbo, a pesar de que ningún conflicto tiene sentido.
López Velarde, un poeta católico y de provincia, conoce las entrañas del cambio que se desea y se avecina, pero también se topa con el monstruo destructivo de la guerra fratricida. Al ser muy joven abrazó con fervor al maderismo, se une a sus filas y lo defiende de la calumnia porfirista, pues el antiguo régimen se ve reducido a dimes y diretes que solo lanzan más llamas al petate. Cualquier evento presente es mera coincidencia. Pero es en su poema “El retorno maléfico” donde quiero ahondar y encontrar las definiciones de Villaurrutia, además de llenar ese silencio sórdido y distante de la imaginación del que no desea volver. Del que dejó todo por la causa y ahora vuelve solo para decir “¿y todo esto para qué fue?”
Gabriel Zaid, en su ensayo “López Velarde reaccionario”, analiza al “oscurantismo del poeta”, al tono confesional de la voz lírica que se mezcla con la autoral, y sobre todo la declaración final del artista: la tristeza reaccionaria. Zaid lo define como una expresión política del propio López Velarde, una confesión que sucede al silencio suspensivo: los tres puntos que delatan la pausa, tal vez para pensar, tal vez para evocar a un recuerdo, de que todo ya pasó y no sabe, todavía, quién es el vencedor o si valió la pena. Se hace presente el tono confesional de la poesía mexicana, aquel ya definido por Villaurrutia. Es un tono íntimo y secreto, esperando que se pierda en la suspensión de puntos, y esto caracterizará al poema. “¡[…] una confesión que puede salpicar y ensuciarnos. Para eso también son los poetas. Para ‘confesar’ lo inconfesable en la conciencia del lector”, escribe Zaid. Velarde confiesa, en mayor o menor medida, la intimidad de su intelecto impecable y diamantino, de las emociones que no lo dejan y se vuelven versos.
Jorge Cuesta, por su parte, reconoce que el aspecto más original de López Velarde es el del tono sincero en la imaginación del retorno a la provincia de la infancia. Cuesta le da la categoría de “maléfico” por el regreso del hijo pródigo al espacio de su niñez, pues dice, haciendo referencia Freud, que “la figura del niño no revela pureza, sino la más concentrada esencia del instinto y la ferocidad”, y el viaje no solo será a su recuerdo, sino a esta etapa de violencia primitiva. Velarde, no solo se hizo un artista del verso en la provincia mexicana, (en Jerez, Zacatecas, para ser exactos), sino que ahí también conformo su patriotismo parvulario muy cercano al tono poético señalado. Cuesta compartirá con Villaurrutia la construcción de la imagen bíblica de López Velarde: el poeta como Adán, aquel que ha comido del fruto del conocimiento, y ha sido expulsado del paraíso de la infancia, del primer territorio donde uno es rey. Juan José Arreola, también provinciano, pero de Zapotlán, Jalisco, siente su expulsión del vientre materno como un exilio del edén. Quizá las condiciones sean distintas, pero encuentro una categoría más que podríamos agregar a las de Villaurrutia para definir los rasgos de la lírica mexicana: el poeta se encuentra constantemente en el exilio, los poetas son malos actores de sus propias expulsiones.
El poema está construido en endecasílabos y heptasílabos e imperan los acentos trocaicos y dactílicos. Es necesario señalarlo: el endecasílabo, definido por Tomás Navarro Tomás como el verso simple más largo, es uno de los favoritos del modernismo que sin duda alguna bebe López Velarde. Además, esta métrica nace en Italia en el renacimiento, y llega a la España peninsular hacia 1526 con su célebre nacimiento histórico. El modernismo a finales del XIX lo retoma y lo hace muy suyo, se apropia. Esto le da un carácter épico, en lo estructural, al poema, pero no en la voz. El tema es desolador, pues es una desgracia que sí existe, y habita al narrador del poema: él jamás regresa, y no podría afirmar que es a Jerez, donde se libró una cruenta batalla entre constitucionalistas y federales, no regresa a ningún lugar marcado “por la metralla” en el mapa de la guerra. Y una vez más, la fuerza también reside en lo que el poeta calla.
Mejor será no regresar al pueblo,
al edén subvertido que se calla
en la mutilación de la metralla.
La primera imagen que evoca es del edén desolado, mancillado y perforado. La voz poética es indecisa, pues no ha tomado la decisión de llevar ese retorno a la acción, y se debate por si es pertinente o no. El poema continúa con una impecable descripción visual que enaltece a la sonora. El ambiente: destrozado. Y nos desplazamos, quizá al estilo de Hitchcock, de una visión general a la intimidad del recuerdo por medio de un zoom cinematográfico:
Y yo entraré con pies advenedizos
hasta el patio agorero
en que hay un brocal ensimismado,
con un cubo de cuero
goteando su gota categórica
como un estribillo plañidero.
En el verso anterior, el narrador poético se vuelve protagonista, pero marcará lo verdaderamente aterrador: jamás regresa, y todo eso, espantoso y lleno de espectros, no son más que suposiciones, probablemente obviadas, del destino que sufrió un pueblo y un hombre y quedaron atrapados entre las páginas del tiempo y los disparos de la guerra, cruel tributo de la revolución a los poetas. El narrador entra, el patio donde seguramente se dieron sus primeros juegos infantiles ahora se encuentra vacío y siniestro. La adjetivación es magistral; la plasticidad, deliciosa: “la gota categórica”, misma que alimenta el tono melancólico del protagonista “como un tono plañidero”.
[…]
de la vaca, rumiante y faraónica,
que al párvulo intimida;
campanario de timbre novedoso;
remozados altares;
el amor amoroso
de las parejas pares;
[…]
De la experiencia personal, que no pasa de la imaginación en maquinaria franca, regresamos a la descripción del recuerdo que se espera encontrar. Existe una línea tenue y frágil entre nuestra memoria y el olvido de la realidad. Y es en estos últimos versos, donde imperan el endeca y el hepta, donde se busca recrear aquello que se amó, que se conoció. Incluso los miedos infantiles salen representados en la “vaca, rumiante y faraónica/ que al párvulo intimida”. La unión de dos personas, tal como señala Zaid, representado en la repetición casi sonora: “el amor amoroso/ de las parejas pares”, deseando jamás separarse. La repetición sonora como metáfora de la relación amorosa. Ya todo es crepuscular, se vuelve distante conforme el recuerdo se acentúa. De pronto, hacia el final, los tres puntos, el silencio mexicano presente:
alguna señorita
que canta en algún piano
alguna vieja aria;
el gendarme que pita…
…Y una íntima tristeza reaccionaria.
La confesión política, escupida en medio, rompiendo al recuerdo. Es en este ámbito donde también encontramos los rasgos de mexicanidad. Hay diferentes grados y temas de la intimidad, pero la política, la ideológica, es aquella de la que nadie habla, porque quizás en ella aceptamos que dentro de nosotros habita un ser maligno que sabe todo sobre nuestros deseos y nuestros fracasos; es aquella intimidad que opina matizadamente y aplaude en el silencio; se auto consume y, como lo deja ver López Velarde, se reprocha. ¿Qué tendrán las transformaciones que seducen tanto a los poetas y los terminan botando en la desesperada realidad de los actos que alguna vez apoyaron?
Si Paz intentó definir a los temas de la lírica mexicana a partir de los colores variopintos de las llamas, muchas de ellas nocturnas, yo puedo definir a López Velarde como un poeta de suaves luces que se difuminan en la sombra. Su tono intimista, descriptivo hasta el grado de la plasticidad acústica, el aristocrático lenguaje que utiliza para adjetivar un verso de “alta cultura”, es muestra del reflejo de aquel contexto que nos vuelve lectores de poesía, y a otros grandes poetas llenos de mexicanidad.
La mexicanidad lírica no es aquella que se define por nación o territorio, pero sí por los tonos que son inspirador por la realidad compartida. La poesía retrata, pero también elide, y no solo como parte de una clara intencionalidad estética. A diferencia, tal vez, de la Historia, el silencio en la Literatura (en este caso de la poesía) no es la ausencia del dolor, sino el exceso de él que impide articular palabra audible. “El retorno maléfico” es tan mexicano como cualquier poema creado en el margen de la revolución perdida, pero que se carga con una nostalgia, un silencio y una creatividad que a veces solo parecen ser parte de nuestra nación. El silencio impera, México calla, y en el centro de nuestra tierra un íntima tristeza poética y reaccionaria.
Bibliografía.
Baehr, Rudolf. Manual de versificación española. Editorial Gredos. Quinta reimpresión. España (1997)
White, Hayden, El contenido de la forma. Paidós. Barcelona, España. (1992)
López-Velarde, Ramón. “El retorno maléfico” en Poesía mexicana. Porrúa. Ciudad de México, México. (1968)
Villaurrutia, Xavier. Obras. “Introducción a la poesía mexicana”. FCE. Distrito federal, México. (1966)
Cuesta. Jorge, Novo, Salvador; Torres Bodet, Jaime; Villaurrutia, Xavier. Los contemporáneos en El universal. FCE. Ciudad de México, México (2016)
Zaid, Gabriel. “López Velarde reaccionario”. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. En línea: http://www.cervantesvirtual.com/portales/ramon_lopez_velarde/obra/lopez-velarde-reaccionario--0/
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